Lisboa siempre ha sido una ciudad que tenía muchas ganas de
conocer. No sé por qué recuerdo que, siendo ya una niña, le preguntaba a mi
padre que cuándo iríamos a conocerla.
Y llegó el momento. Unos cuantos años más
tarde de lo que me hubiera gustado pero: objetivo conseguido.
Debe reconocer, muy a mi pesar, que el
primer día me decepcionó un poco. Teníamos el hotel en pleno centro, en la
Baixa, próximo a la estación de Rossio. Un hotel sin grandes pretensiones que
tenía lo imprescindible y nada más, pero tampoco nada menos. Los alrededores
estaban llenos de turistas y a los turistas cuando vamos de turismo no nos
gusta encontrarnos con más turistas. Nos gusta sentirnos únicos, especiales,
genuinos, como si no hubiera nadie más en el mundo al que se le haya ocurrido
la misma idea que a nosotros. Además, tengo que reconocer que me pareció una
ciudad decadente, bastante decadente. Se notaba que hace unos cuantos años fue
una ciudad moderna con gran proyección de futuro pero que aquello acabó. Junto
a las plazas señoriales y espectaculares de los Descubridores, del Rossio o del
Comercio hay edificios que parece que se van a venir abajo de un momento a otro
de lo viejos que están.
Pero la luz del día y una visita al Monasterio de los
Jerónimos al día siguiente lo
cambio todo. Turistas seguía habiendo. Después de hacer la cola para coger el
tranvía para ir a Belem y de hacer otra cola para entrar en el Monasterio, me
quede sin palabras cuando por fin contemplé el espectacular claustro de estilo
Manuelino. Todo allí dentro es sencillamente maravilloso. Desde las columnas
hasta las cúpulas. Todo merece la pena ser fotografiado así que me dediqué a
ello a fondo. Después de visitar el claustro inferior se accede al coro y al
claustro superior. Y más fotos. No hay que olvidarse para terminar la visita de
entrar en la Iglesia de Santa María de Belem. Igualmente recargada, es una
iglesia impresionante con mucho detalles que merecen la pena ser contemplados
con tiempo.
Salimos de allí y nos fuimos a visitar la Torre de Belem, otra obra de arte de la arquitectura
manuelina. La tarde la dedicamos a visitar el Castillo de San Jorge y "patear" la ciudad.
![]() |
Azulejos lisboetas |
Y ahí, en las distancias cortas, en el pateo de la ciudad es donde Lisboa gana ese encanto que me tenía cautivada cuanto era niña. Lo más bonito es perderse por las calles, disfrutar de sus azulejos, unas veces más cuidados que otros pero igualmente bonitos. Y una experiencia que en España podemos disfrutar poco es la de subirse al tranvía y dejarse llevar a donde él te lleve. Después siempre puedes coger el mismo en la dirección contraria y volver al punto de partida. Sencillo.
Y para acabar dos consejor. Uno a mi seguidora número 1, si vas a Lisboa, llévate el bote de colonia pequeño para mitigrar algunos olores, sobre todo en verano. Y otro a mi seguidora número 2, allí nada de tacones, bailarinas como mucho, ya que todo el suelo es de adoquines.